sábado, 17 de abril de 2010

Seductoramente llamada Luna.

Luna, tú tan bella, tu tan hermosa, tan frondosa como un árbol de naranjos abundantes que crecen y brillan mediante una luz excepcionalmente superior a cualquier clase de luz que pueda existir en este mundo perturbador, en esta tierra celestialmente llamada tierra, tierra de nadie, tierra de todos, tierra de aves, de pájaros cantores, de peces nadando en contra la corriente, brincando de charco en charco uniéndose junto a los demás peces que naufragan por allí.

Luna, tú tan hermosa, hermosa como una dulce princesa celestial que descansa bajo los suaves y cómodos brazos de algodón que las nubes te pueden ofrecer brindándote la comodidad que tú necesitas para sentirte preocupadamente tranquila por nosotros. Tus hijos terrenales.

Luna, tú tan incomparable, inigualable, impresionante con ese brillo inhumano que la noche de ayer me brindaste, me iluminaste, me cegaste, como rayos equis que traspasaron el iris de mis ojos llegando hasta lo más profundo de mi cerebro carcomido por pequeñas especies que llamamos gusanos del enamoramiento, que van por ahí, por tu cerebro cantando alabanzas con coros y rimas dando un sentido único que convierte a uno en la excepción del mundo.

Luna, tú tan inigualable, perfectamente creada por Dios, verificándose cada detalle, cada centímetro de tu circular cuerpo divino, cuerpo que envenena de amor, que brota pasiones desenfrenadas que corren, que saltan, que caminan y hasta bailan dentro de mi cuerpo como si yo fuera un parque de diversiones.

Luna, tú tan maravillosa, ayer te vi mucho más hermosa, y me vislumbré más y más, sin pensar, sin saber, sin imaginar, solo sentir, vivir, apreciar tu belleza y tu sensualidad que me intoxica de un bello sentimiento.

Ayer estabas divinamente seductora, Luna.

Anoche sentí esa calentura, esa electricidad, ayer lo sentí, Luna, Luna divina.

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