jueves, 15 de abril de 2010

Aquel 15 de diciembre…

Un 15 de diciembre de 1457, el cielo estaba color naranja y brotaba de él, un arcoíris de 8 colores que provocaban una atención, una admiración y un cierto agrado en todas las personas que podían distinguir cada franja colorida que cruzaba el cielo del este al oeste en donde se podía apreciar una pequeña nube en forma de estrella que se cruzaba entre el arco iris y entre los pensamientos y sentimientos del Dios todopoderoso al apreciar tanta belleza construida a lo largo de los años, una belleza incomprendida por algunos terrenales, pero belleza sabia, belleza adorada por las divinas extrañas criaturas celestiales que rondaban todo el universo donde se encontraban constelaciones agarradas de la mano, como dos felices enamorados de lo más liberales de lo más distraídos de la vida natural.
También se podía apreciar dos estrellas fugaces que correteaban como dos pequeños niños, alborotando su dulce inocencia, como luces de colores, como juegos artificiales, pero no, no eran juegos artificiales, eran las maravillas divinas creadas por el todopoderoso, el más más celestial, que se dedicó a iluminar el cielo con creaciones interesantemente asombrosa, delicada y perfectamente elaborada.
Todo brillaba desde lo alto, de donde caía una luz fenomenal sobre la faz de la tierra, como una lámpara en una habitación de soledad y oscuridad, pero ahí estaba aquella luz, era un fusión de todas las luces divinas que emanaba el cielo, que buscaba iluminar cada parte, cada metro, cada centímetro, cada milímetro de lo que pudiera existir sobre la tierra.
Arcoíris de esperanza, fusión divinamente perturbadora, desde lo más alto del cielo, nunca dejes de brillar un 15 de diciembre para los ojos humanos, para los ciegos aún pudiendo ver, ciegos de alma, de espíritu, de fe y de corazón, un 15 de diciembre, un día, una razón.

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