lunes, 12 de abril de 2010

La Luna, las nubes y su melancolía

Una melancólica sonrisa desborda la silueta esférica de la Luna pensando sus días de juego, reflejando noches solitarias alejado del ensordecedor respirar de las estrellas, de los soplidos suavemente fuerte que envía las nubes, las tres nubes más grandes del universo, compañera de la Luna en el mundo celestial, que durante trillones y cuatrillones de años atrás, cuando la Luna era demasiada pequeña, cuando la Luna era una miniatura, cuando la Luna medía aproximadamente trescientos treinta y tres mil trescientos treinta y tres millones de metros cuadrados y las nueves eran tan pequeñas que podían cubrir más o menos uno y hasta dos continentes de este planeta en que vivimos y que llamamos Tierra; planeta Tierra.
La Luna y sus tres compañeras fieles, “Las nubes”, salían todos los días, exactamente a las 5:46p.m, la hora del atardecer y se reunían en la constelación numero 32 de la galaxia pegada a Júpiter, donde era el punto de reunión para que allí partan hacia un pequeño parque dorado inundado con la abundancia y maravillosa compañía de fresas rojas que iluminaban cada uno de los 33 árboles que se encontraban atentos, cuidando cada metro cuadrado de aquel parque dorado.
Aquel árbol más grande del parque dorado miraba todos los días su reloj, esperando ansiosamente la llegada de la Luna junto a las nubes. Era más o menos las 5.42p.m y desde el parque se podía apreciar que a pocos metros, quinientos doce mil metros exactamente, venían corriendo fugases la Luna y las nubes con la intención de jugar por 33 minutos en aquel parque dorado. Llegó, llegaron, ya están aquí, gritó silenciosamente don Fe, así se llamaba el árbol. Don Fe recibió a la Luna y a las nubes con una sonrisa de rama a rama y el rostro lleno de hojas, sonrojado con el pícaro color de las fresas que crecía a su alrededor. Abrió la gran puerta del majestuoso parque dorado y la Luna y las nubes entraron muy contentas con dirección hacia los cuatro columpios que se encontraban detrás del tobogán.
Va y viene, para adelante y para atrás, ¡qué felicidad!, ¡qué tranquilidad!, exclama fuerte la Luna compartiendo aquellos momentos de niñez junto a las tres nubes, sus amigas, sus mejores amigas de toda la vida.
Pasó los 33 minutos de tiempo libre que tenían, la Luna muy triste y las tres nubes llorando, haciendo reflejar su melancolía, se regresaron cogidos de la mano, la Luna voltea para mirar por última vez aquel iluminado parque dorado y sigue su camino a paso firme con dirección a la constelación número tres, donde allí radica desde su creación hasta estos tiempos.
Tras pasar por el puente de las estrellas la Luna se va despidiendo de las tres nubes que van en dirección hacia el norte con cada lágrima derramada que cae lentamente hacia la tierra, con la ansiosa espera de otro día en el parque dorado. La Luna desde lejos alza las manos y despide a las nubes tristemente. Adiós, adiós, dijo la Luna e se marchó hasta la constelación número tres en donde se sentó, cerro sus ojos y volvió a dormir por miles de años más.

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